domingo, 10 de febrero de 2013

El andamio del siglo veinte.

Vía @Serxiuxo

Oscar Feligrés salió a las siete cincuenta y ocho de la noche, más o menos, de La Bodeguita del Medio; el último mojito mantuvo fresca su garganta y, aunque se había venido resbalando velozmente, cuando salió al viento denso de la ciudad comenzó a resecarla, se mantuvo áspera por lo menos una cuadra después con aliento olvidadizo a hierbabuena. Caminó hacia la estación más próxima del Metrobus, cuyo nombre no mencionó, y cruzó Insurgentes estúpidamente con cierta habilidad de cálculo de las luces de los coches que avecinaban contra suya. Esperó más de diez de minutos a que el transporte mencionado hiciera su aparición repentina, anunciada por un pito que le recordó a aquellos vochitos de su infancia, taxis amarillos que guardan bolsas de aire en su interior y que ensordecen al viajar a no más de sesenta kilómetros por hora, con la ventana semi abierta, que abordaban su padre y él cuando iban retrasados para que pudiese cruzar la puerta de la primaria antes del toque, la que Don Enrique celaba con la potestad de un guardián. 

Al subir al Metrobus, su saco desgastado quedó atorado un momento en la puerta retráctil y las intermitencias al cerrarse; sin más dificultad, observó un lugar al fondo aunque le pareció incómodo por estar ubicado al final de la parte posterior, y temió ir rebotando hacia todos lados o, bien, terminar en el hombro de una señora que calculó, próximo a acercarse, como de unos cuarenta años, que leía Cosmopolitan, de cara rígida y delineado acento de presentación, aunque en realidad no se presentaron; él hizo un bosquejo de la dama por la manera que aquella mujer leía y evasivamente disparaba alguna mirada, como si salieran de sus ojos ráfagas que chocaban con la cara de Oscar, disparadas hacia las banquetas rojas de Insurgentes y la demás gente en el Metrobus, siluetas grises a su mirada, una historieta acartonada con sordos ruidos, sorbos a las latas de soda de aluminio, toses nerviosas, charlas efímeras por celular, los ruidos pasajeros de los coches, lo elementos nocturnos y la postal de una ciudad de las luces.

Hasta llegar a Rio Mixcoac, Oscar fue de pie frente a la señora cuyo nombre es aún desconocido, la fémina elegante sujetó con delicadeza la parte inferior de su vestido, en un movimiento semicircular y de memoria, su brazo izquierdo colocó perfectamente el tirante de su bolso negro pálido, no tan cerca del cuello para que no rozara fuera del escote su piel avellanada, con ligeras manchas que Oscar observó también cuando arremangó su falda, pero tampoco tan abajo, evitando se deslizara y escurriera a su antebrazo de venas resaltadas como estambres esmeraldas.

La señora pisó de puntas y alcanzó el aza de la mano, Oscar observó de costado la silueta de sus pechos que jamás cayeron, de monumental firmeza y erotismo salvaje; inmóvil, tragó saliva bruscamente, de su boca sonó lento un suave tronido de su lengua que chocó con el paladar, un gesto que siempre se presenta en él por circunstancias diversas y que al parecer la causa, como en tal presente, es un manojo de nervios esquivados por una sonrisa de clientela incrédula y distraída; sus ojos amenazaban de manera imprudente pero adiestrada el final del vestido. El Metrobus abrió sus puertas antes de que Oscar comenzara a rozar la cintura de aquella musa con los hilos de su imaginación, y la punta afilada de la corteza de sus fantasías. 

La tan citada dama, arrogante, caminó al norte cuando las miradas de Oscar rebotaban en su espalda sin intentos o ensayos de evadirla; los restos frescos del aroma de su cuello iban quedando en el aire en sincronía a sus pasos entrelazados, firmes, de los zapatos altos. Ambos cruzaron Insurgentes en sentido oriente, les acompañaba una pareja adolescente, vestidos de negro con los pantalones de corte estrecho tapizados a sus piernas. Oscar, que replicó su doblés a la derecha, siguió tras ella cuando ésta hizo una pausa y giró el cuello hacia donde los coches venían; parecía esperar a alguien, pensó nuestro don Juan, imaginó al varón galopante porque los arbustos constantes que adornan las casas no hacen posible la parada de un autobús, tal vez se detuvo a esperar un taxi. Oscar se sostuvo el mentón con sus dedos diestros mientras se divorciaba de los sueños fugaces con aquella mujer.

Continuó su paso cansado hacia Avenida Universidad, a la que llegó minutos más tarde mientras el Sol se le escondía en el rastro de un atardecer púrpura. Recordó llevar un billete de cincuenta pesos y otro de veinte que desdobló con descuido y, sin atención, rompió en un torpe movimiento de sus largos dedos de conato artrítico. Le pareció tarde para acudir a algún cajero automático del centro comercial en contra esquina, se percató, lujurioso, de la cara de don Benito Juárez partida casi exactamente a la mitad como la reputación misma del Benemérito, cuando la luz de la lucha armada de las clases trabajadoras que encontraron la llave del nuevo siglo, alumbraron el pasado nubloso de la transculturación indígena, y la pesada y positiva estructura de plomo de la nueva República, quizás una de las administraciones estatales más sucias que dejó detrás una gran mancha roja sin respuestas ni culpas al día de hoy.

Sigue, entonces, con las manos en los bolsos de su saco y dobla al sur hacia los viveros, dibujando figuras de lodo en los adoquines y las entradas de los coches de Avenida Centenario. Así, por menos de un pestañeo, saboreó la tés del café de granos que los productores de Veracruz llevan a El Jarocho en costales para ser tostado, molido, reposado y finalmente servido en vasos verdes de unicel, aunque la nocturna del viernes disolvió su antojo que resbalaba rápidamente, al observar la gran cantidad de gente en los alrededores del Jardín Hidalgo. Coyoacán se habría abandonado como madre popular de senderos empedrados y polvo claro sin pavimento, de pirules engrandecidos por el cauce del Rio Churubusco, de vecindades sin pintar, casas con balcones a las calles donde caminaban Frida y Diego recién salidos de algún cajón de su armario rojo, dónde León encontró refugio en la calle de Viena a las hostilidades bolcheviques y la antagónica proliferación del régimen socialista. De manera similar que el recinto del viejo hipódromo porfiriano se habría vuelto una fonda inmensa intransitable e inhabitable llamada colonia Condesa; así, la colonia de Churubusco y División del Norte había perdido su sabor urbano de mitad del siglo veinte ante el rubor de la modernidad.

La corta distancia que había entonces entre el hambre de Oscar y su sosiego lo llevaron, sin espacio a dudas, a gastar sus últimos cincuenta pesos en abordar un taxi de regreso a casa. Subió a un Datsun color blanco con una franja calipso que lo rodeaba por la mitad, igual que el proyecto neoliberal desgarró por la mitad las entrañas de la producción oriental, así, pues, dicha marca no existía ya muchos años atrás, bastantes precisando de algún modo, cosa que no quise discutir con Oscar cuando me narraba lo sucedido. El chofer amenazaba los treinta, nuestro analista, de nuevo, intentó reconstruir un bosquejo del personaje que conducía; sonaron dos canciones y media de acordes fastidiosos que mi querido amigo reconoció quizás y, sí, creyó californianos. Para amenizar, sacó el ultimo de un Delicado de la cajetilla, aberrante, contaba su gozo de tal vicio, como si pudiese dibujar una línea de tiempo paralela en su vida, ensangrentaría sus encías en cada enjuague bucal pero le habría añadido gratificaciones matutinas, a sus tardes y noches que en pocos hombres, en mi corto recorrido vital, he gustado admirar. La tortura auditiva desarmaba los oídos de Oscar y, a diez metros de su casa, desertó los intentos de un chofer, y un automóvil ruin, de trasladarlo a su casa, en División del Norte y alguna otra avenida que corta.

Desembolsó una decena de llaves de su vaquero oscuro, del que colgaba siempre un destapador de plata de Taxco anunciando la “efe” de su apellido. La familia Feligrés reconcilió y consumó su nombre de un importante legado español recobijado por la dictadura de Díaz, que encontró, en los rincones de Patzcuaro, quizás a las orillas de Janitzio o en el entremés del lago de plata, el vientre de la abuela materna. Oscar me invitó esa noche a su casa. Mientras me esperaba con cansancio precipitado y abrumadora tranquilidad, sonó Bach incipiente y estruendoso en los alrededores de la sala, el disco giraba en el aparato al mismo tiempo que su cabeza hasta que la norma del órgano se interrumpió por mi breve y sutil toque al interfón. Titubeante, asomó su cabeza por el balcón del departamento y asentó mi presencia con un gesto, regresó al umbral de la cocina para abrirme la puerta, un sonido me alertó que el acceso se abría y ascendí en penumbras hasta el número cuatro. 

Llegué póstumo de una larga jornada, nos mantuvimos de frente al otro, cada quien en un sillón individual, mientras “Tocata y fuga” nos abandonaba de las parlantes y la boca de Oscar. La silbó completa y de memoria, cual solfeo de director, dice que su padre le enseñó a temprana infancia los recorridos de las partituras de Bach y que silbaban juntos algunas sonatas; el padre algún concierto, y él alguna cantata. Comentamos las incidencias de nuestra cotidianidad y los romances breves sabatinos; después de una hora y cuarenta y dos minutos, la noche parecía despedirse de nosotros, bajé al minisúper a cuatro cuadras al norte, culpé al Habana añejo de haber olvidado las llaves, afortunadamente llegaba del caribe el néctar de los campesinos cañeros que destilaban sus historias pendientes, sus canciones, una estrella cubana, quizás una batalla por cada botella, un son. 

Compré una bolsa de cacahuates salados a través de la ventanilla del Oxxo, al pie del balcón fallé dos intentos con una piedra diminuta de anunciar mi regreso, me percaté que la puerta estaba entre abierta, recordé un comentario de la reciente plática sobre los departamentos; de los cuatro, uno estaba vació, el penúltimo, antes ocupado por una breve inquilina que encarnó en sus sábanas la piel de Oscar, ocasionalmente estrenaban la mañana juntos, por aquello de los miedos diurnos y los peligros de la noche que pudiesen recurrir a Magdalena en los alrededores. El segundo piso, pues, estaba vacío, el único departamento ocupado en tal era el de Oscar; antes de abrir la puerta de la calle, por educación, la dejé de nuevo emparejada.

Aun siento la sangre fresca entre mis dedos escurrir como agua caliente.

Aquella noche en el baño, al entrar a enjuagarme las manos, luego de colocar sobre la mesa en un plato cerámico con adornos barrocos azules la botana que compré, encontré el lavabo ensangrentado, jamás volví a saber de Oscar; hoy, clavado en la litera inferior de la celda diez y nueve, cero, cero, escribo bajo la luz que se cuela desde el pasillo de loseta gastada, que Don Felipe recorre dos veces pausadamente en madrugada durante su turno, a veces me ofrece un Marlboro rojo que guardo entre mi libreta amarillenta y los comparto con mi compañero de celda, tras al menos dos billetes alargados con la cara de Cuauhtémoc en madrugada, por si despertar una día más es necesario; mi guarda espalda, un homicida que culminará su existir seguramente en algún bañador o cambiador del recinto, o en el campo de futbol de tierra y piedras, con una navaja atravesada en el cuello y me asignará, por consiguiente, un nuevo y segundo compañero con una tarifa más alta, cosas de la inflación. Alguien deposita al mes algunos billetes más a la cuenta del juez, el Lic. Bernardo Ruíz, egresado de la facultad de derecho de la Universidad Autónoma del Estado de México, para que mi nombre no sea borrado de la lista de reclusos y aparezca en el obituario.

Mi hermano, Vicente, me lleva cada dos semanas, en domingos, unos Cohiba largos que al consumirse inundan las paredes finitas y el techo sin nubes de tabaco seco, sí, pues, como la vida se quema aquí dentro, como se deslizan los días sin ser contados, antes de caer al desfiladero. En algunas ocasiones, de remembranzas algunas de ellas, mi retórica sobre el comunismo y mi sustento en la crítica de la economía política, y otras insolencias, me han causado un par de cicatrices, un desmayo y el respeto fugaz a la hora de comer, como veloz es la vida aquí. 

Fui acusado de robo calificado a una tienda de autoservicio y allanamiento violento de morada, posiblemente mi traslado al hospital psiquiátrico de San Fernando se lleve a cabo el próximo mes, mientras terminan mi sentencia y los trámites administrativos correspondientes, claro, luego de que Vicente pague una sustanciosa cantidad para agilizar las cosas sin contratiempos. Estoy a once minutos de mi hora del desayuno y, luego, el arribo al campo para un nuevo partido de futbol contra los novatos. Vicente insistió ayer en la visita, una vez más, sobre mi situación. Le preocupa Oscar, pues, no en términos estrictos de escritura de preocuparle él; retoma el tema cada vez más desanimado, trata de convencerme que fui yo quien salió aquella noche de la Bodeguita del Medio y, tras unos mojitos de Havana blanco, caminé al Metrobus, bajé en Rio Mixcoac abordando a una dama que tomó un taxi y se pintó en mi cabeza, caminé por avenida Universidad hasta el jardín Hidalgo y paré un Datsun color blanco cerca del departamento de Magdalena, quien había muerto un mes atrás y cuya casa estaba intestada, hipotecada por la delegación y abandonada desde entonces. Insiste que la sangre del baño es mía, que repetí el robo al minisúper en dos ocasiones y entré a la casa sin llaves por tercera vez. El empleado del Oxxo donde compraba los cacahuates salados se percató y declaró que salía de éste con mercancía en el saco y así arribó la patrulla de la policía auxiliar al departamento de Magdalena. Insiste que no era Oscar quien silbaba a Bach sino yo, imitando la manera en la que nuestro padre interpretaba al aire su obra y se sentaba a fumar un Delicado. Yo, Juan Fidel Feligrés, “juanón” de cariño, quien cada noche, durante trescientos ochenta días, contaba a oscuras a mi compañero de celda la misma historia, me envenenaba la mente, hora tras hora, descifrando mi hábito de escribir el borrador de mi cabeza durante poco más de un año en la cárcel, con el soluto sobrante e irritante de olvidar lo sucedido aquella tarde de marzo, un mes antes de mi sentencia, la misma en la que Vicente me advirtió la ocupación militar de la Ciudad de México, luego del golpe de estado.

No volveríamos a saber nada de nuestros lazos sanguíneos, de nuestras amistades, de nuestros hijos, ni de nuestro padre. Caminaba a oscuras por las calles de Coyoacán, día tras día, entré a ese minisúper un par de veces y una más al departamento de Magdalena con las manos ensangrentadas. Hoy, dice mi hermano, ya no existe la Bodeguita, ni el Metrobus, ni los taxis, ni los minisupers; espero, pues, conservar la facultad de seguir escribiendo hasta finiquitar éste relato, en el sanatorio al que seré trasladado en un mes. La noche se escondió en el alba rápidamente y es hora de ir a desayunar al comedor del penal.

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